El hecho de ser una pareja tan ecológica (en el más amplio sentido de patatín...) no cambiaba para nada mi forma de proceder. Seguía igual de tímido o de pendejo. De payaso o de soseras. De insensible o de llorón. Pero con cada mínimo movimiento parecía que se conjuntasen los astros del cielo para lo de la amplia armonía. No aprendí a levitar pero me faltó bien poco. Y encima con una suavidad y una guasa...
Hasta que llegó Pepe en mi ayuda. Te cuento.
Nada más cumplir los 18 y con la pastizara fresca de mis trabajos estivales, me saqué el carnet de conducir. A la segunda, esto por culpa de los contratiempos con los que a veces se entretiene la vida. Por aquel entonces, para conseguir el ansiado documento rosa había que superar tres pruebas: la teórica, las maniobras y la práctica. Las maniobras, que ahora no existen como tal, consistían en una docena (aprox.) de situaciones muy habituales en el mundo real pero llevadas al laboratorio. Que si la rampa, que si el zigzag, que si el aparcamiento. La más temida de todas era la curva marcha atrás. Te iba a explicar someramente en qué consistía pero creo que con su mera denominación queda bastante claro el asunto. La cuestión era no pisar las dos rayas paralelas pintadas en el suelo y que marcaban los límites del recorrido del auto. A tal efecto, y por calmar las angustias de los alumnos, en las autoescuelas pintaban una serie de rayitas en el marco del cristal trasero del coche con el que dabas las prácticas. Metías la marcha atrás y tú ibas todo recto, lentamente, hasta que la marquita azul coincidía en el espacio y en el tiempo con la raya exterior de las dos que había en el asfalto. Justo en ese momento, con sumo celo había de darle un cuarto de vuelta al volante y permanecer en esa posición hasta que la marquita verde llegase a solapar la raya interior, momento en el cual deshacías el movimiento, o sea que girabas el volante su cuarto de vuelta pero en sentido contrario. No sé si me explico. El coche, obediente, volvía a tomar una dirección recta, dejabas atrás el obstáculo y prueba superada.
El día del examen, en unas pistas que tenían al efecto en una explanada por la carretera de Cortes, yo iba sobrado. Cada uno tenía que hacer 2 pruebas, que te adjudicaban por el sencillo procedimiento de sacar 2 bolas de una bolsa de tela bastante mugrienta. El puro azar. A mí me tocó la rampa, que superé sin dificultad y, ¿cómo no?, la curva marcha atrás. Dejé el coche perfectamente cuadrado en la posición inicial. Pisé a fondo el embrague, para que engarzase sin esfuerzo la marcha adecuada, y le fui soltando con una suavidad de libro. Sin apenas pisar el acelerador, el motor obedeció mis órdenes y empezó a moverse con lentitud. Aproveché a mirar un momento las caras circunspectas de mi profesor y el examinador y, justo cuando echaba el brazo atrás, para ver la conjunción de las marquitas, choqué con un elemento inesperado, que nunca había estado ahí: el reposacabezas.
Me cagué en la puta, supongo, y busqué la mirada de mi profesor, por ver si me entendía de un solo vistazo. Con lo que a todas estas, me salí.
Aprobé a la semana siguiente. Ya las prácticas fueron un paseo. Y mi padre me dejó su coche, un Simca 1200 dorado (sí, dorado) para un viajecito a Basconcillos del Tozo. No me digas a qué íbamos a semejante localidad. Solo me acuerdo que a mi lado iba mi hermana Bego y en los asientos de atrás un par o tres de amigos suyos, uno vestido con una túnica y todos sin excepción acojonados.
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