No. No es el marino un pretencioso de libro ni un creído de salón. Está muy lejos de pensar que lo normal sea que, en este mundo en el que vivimos y en el resto de mundos posibles, las mujeres se le echen encima como a un panal de rica miel. Y es por ello, por lo sorprendente del asunto, que lo intenta narrar, por más torpemente que sea, en estas páginas inacabables.
Y sigue y sigue el Marinero dando razones, arguyendo excusas, y recuerda frases que oyó a su madre. Hay ojos que se enamoran de legañas, y otros decires por el estilo. Me está poniendo la cabeza como un bombo, el Barquero, con tanta súplica de perdón. No quiere parecer chulesco. El de las mil princesas, el irresistible caballerito chico.
Y venga a hablarme de sus notables defectos. Que si narigón, que si gordito desde pequeño. Que si tiene todo caído, como una vez le dijeron con maldad. Los ojos, los mofletes, las comisuras de la boca. Lo que más los hombros. Que es asimétrico y de orejas grandes. De verdad que me está sacando de mis casillas, quizá porque le comparo con la Pollo, que anda a vueltas con su cuerpo, que se está empezando a hacer.
Aunque quizá me sirvan sus sollozos para poder explicarle a mi hija de qué va todo esto. Y ya sé que no la convenceré pero quizá en algún momento se detenga a pensar que no es probable pero sí posible que su padre tenga aunque sea un poquito de razón.
Y eso no deja de ser un efecto colateral estupendo de estas humildes escrituras.
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