Eso sí, cuando los vértigos y los estertores me dan cuartel, me pongo a pensar en el Gulliver que tan abandonado tengo. Y así que, sin pretenderlo, me veo como un figurón a la proa del Proud Mary. Abolutely Sweet Proud Marie. No es extraño pues que el mistral me golpee en la cara y me enrede la melena y me sobrevengan más recuerdos segovianos.
Como cuando aquella vez, que nos encontramos con Martin (no Martín sino Martin), que acababa de ser padre y andaba (y de qué manera) festejándolo. Le volvimos a ver, trascurridas sus buenas 24 horas, y el tío seguía festejando y de qué manera. Y pasó otro día y aún le quedaban fuerzas al animal. La cara era un poema pero aguantaba la sonrisa aunque fuese a verso quebrado. La misma ropa, ya bastante mugrienta. Seguía, eso sí, invitando a tragos a Troche y Moche. Logramos, por las buenas aunque con gran derroche de energías, que se sentase con nosotros y nos intentase explicar algún detalle de sus sentimientos, que le rebosaban por las orejas. Estaba encantado. Era lo más grande que le había pasado en la vida. Y eso que su vida tendía a ser excesiva sin necesidad de acontecimientos como aquel. No cabía en sí, siendo de gran tamaño su sí. Cada poco le teníamos que convencer de que no se levantase y siguiese dándole, a su modo, gracias al cielo. Por calmar sus arrebatos y por pura curiosidad, le preguntábamos los pormenores del feliz suceso. Que si cuánto había pesado, que si a quién se parecía... Y cuál no fue nuestra sorpresa cuando, ante lo escueto de sus explicaciones, llegamos a comprender que, con tanto festejar, aún no había tenido tiempo de pasarse por el hospital a conocer a su hijo.
Lo más seguro es que le pudiese la responsabilidad.
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