Fui cogiendo yo, a base de estas costumbres tan reiteradas, una gallardía aplomante de copiloto profesional, siempre pendiente del más ínfimo detalle para hacernos los trayectos más beneplácitos y complacientes, amenos y socorridos. Lo que se dice una madre, allí a la diestra del que manejaba el volante.
Hete aquí que un ¿viernes?, ¿sábado?, quién sabe, ya anochecido el día, íbamos para Burgos y salió a colación el tema de las dioptrías. No ha de parecerte extraño el motivo de conversación elegido, ya que fueron años de convivencia y en tal alargado transcurso de tiempo da para hablar de las cosas más inauditas e insospechadas. Y menos te ha de extrañar si tienes en cuenta que, cada vez que montábamos en su Opel Corsa, rojo como mi corazón, Pepe, al acto reflejo de ponerse el cinturón de seguridad, acompañaba el acto reflejo de sacar de la guantera una funda y de la funda unas gafas, que se encasquetaba como mandan los cánones de cualquier óptica que se precie de serlo. Con las dos manos (utilizando únicamente los dedos índices y pulgares) abría las patillas, que se acomodaba con habilidad detrás de las orejas, sin aproximarse en ningún momento a las lentes del artilugio. Hay gente así.
Quizá me interesé por el grado de necesidad de aquel gesto para nuestra integridad física. Quizá fue una hablar por hablar. La cosa es que Pepe, que la mayoría de las veces era explícito y dicharachero, optó aquella vez por conminarme a volver a abrir la guantera del auto, ubicada justo enfrente de mis rodillas. Encontré allí, sin gran esfuerzo, otra funda con otras gafas dentro, de un modelo más anticuado pero aún aptas para la función que fueron diseñadas.
Joer, macho. Hay ocasiones en la vida que siempre se recordarán por el impacto que han causado en nuestra psique. El momento exacto en el que te dijeron que un pirado había matado a tiros a John Lennon. La colisión del avión en la segunda de las Torres Gemelas. Y sí, para mi anodina historia personal, aquella vez que me encasqueté las gafas de repuesto de Pepe.
Se veían las señales de tráfico, Luis, allá a lo lejotes. Nítidas como el diamante. Los pueblos, Luis, se veían los pueblos de la meseta mucho antes de que nos aproximásemos a ellos. Eran infinitas las estrellas en el cielo. Nunca. Nunca como en aquella ocasión se me abrieron los ojos.
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