Lo malo de todo esto es que estoy escribiéndote con un saco calentito sobre mis hombros, de esos rellenos de trigo sarraceno o cualquier otra clase de trigo que al efecto valga. Por ver si mis escasos músculos se descontracturan o lo que tengan que hacer los músculos para dejar de marearme y que mis cincuenta años de humanidad no me parezcan una cuesta en bajada bien pronunciada hacia la mierda.
Y voy yo y me pongo con valentonadas de conquistador.
Pero así va la vida.
Te decía que seguro que fue por cosa de diez minutos que no me raptase a la niña diosa. ¿Hubiera quizá cambiado mi vida? Visto con la debida distancia, tengo casi la seguridad de que no. Una de las características consustanciales a este tipo de mujeres es que o dejas de existir y dedicas tus fuerzas únicamente a su veneración o la relación dura un minuto. Eso lo saben hasta en párvulos. Mas no era aquello lo que me paralizaba en aquellos momentos. Es un precio que se paga sin mirar, sin saber dónde te metes. Eran, fueron, aquellos diez minutos que no terminaron de pasar.
Ya que...
... ya que Cuchi, de la que ya casi nos habíamos olvidado, me reclama desde el sofá del tresillo, al fondo del salón del bar de moda. Con alguna urgencia o qué sé yo. Lo primero que siento es curiosidad por saber cómo ha llegado hasta allí sin que yo me diese cuenta. Luego pienso que parece perentorio que acuda a su llamada.
Llegados a ese término, lo único que hace la muchacha es abrazárseme al cuello y darme un muy duradero y extraño morreo.
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