Todo lo que, en estos anteriores días, ha sido un plácido navegar por un mar de miel sobre hojuelas, se convirtió de repente en una de miedo, de la serie B. La vida, que tiene esas maneras de divertirse o qué sé yo. Así que lo que venía siendo un colchón de aplomo y soltura en el que cómodamente iban transitando mis días, se tornó en acelere y desvelo, chirriar de dientes y desesperación. Ocurrió esta mutación, además, de un modo muy evidente, en el preciso momento en que, aquella noche de aquel día en que compré mi 127, con el mismo perfectamente aparcado a la puerta de nuestro edificio, a los cinco segundos de, una vez acostado, apagar la luz de la mesilla, con la sana intención de dormir como un lirón careto (ah, qué tiempos), me entraron los pánicos.
Ignoro si alguna vez en la vida has padecido una sensación semejante. Yo podría escribir varias tesis a tal respecto, pero te resumiré aquí alguna de sus características más evidentes. Lo primero que uno percibe es que se te estrecha la mente. Es un sentimiento con un importante componente físico aunque imperceptible para el resto de la humanidad, ya que la frente se te estrecha por dentro. Y no lo hace a lo alto sino a los ancho. Y fuese porque se constriñese el cerebro o por una cadena de reacciones más complicada, elaborada con mimo y paciencia por los siglos de los siglos, en lo que llamamos evolución de las especies, la cosa es que esa presión en la cabeza conllevaba un movimiento de apertura en los ojos no muy resaltado pero sí constante y un fruncir la boca en dirección al suelo. Al poco (cuestión de segundos) es cuando sobreviene un sudor frío por toda la zona. La oscuridad de la habitación se llena de indeseables fantasmas. Ese es el momento de ponerte a adelantar el futuro, con todas sus posibilidades, tremendas y trágicas. La imaginación, otrora divertida compañera, se te desmanda y no atiende a razones. Y aparecen de la nada las obsesiones, que por definición son persistentes, las pesadas. Y no te dejan ni a sol ni a sombra.
Sí, Luis. Me pasé toda una semana con un agobio del tamaño de un mercante, que no me abandonaba un momento pero que se hacía más profundo en la soledad. Era allí cuando me imaginaba al volante de mi auto. Había un semáforo enseñoreándose a mitad de la cuesta que era la calle de La Granja, la que me llevaba a casa. Y el muy cabrón siempre estaba en rojo. Y a mí no me quedaba otra que parar, imaginaba. Y se iban deteniendo también los coches que venían detrás y la cola era infinita. Y justo allí es cuando se me desobedecían los pies o quería hacer siete cosas a la vez (y tan perfectas) y en vez de obligar al vehículo a reiniciar suavemente su marcha lo que provocaba es que el coche diese un par de estrincones y se apagase. Imaginaba que con tan mala fortuna que eran vanos todos mis acelerados intentos por volver a ponerle en funcionamiento y la cola llegaba ya hasta el otro extremo de la ciudad y los pitidos no cesaban y los improperios y la gente que ya se bajaba de sus autos y vociferaba detrás de los cristales y con cuánto odio en sus caras ... y... Y los chirridos en mi cuello, y los ojos muy abiertos, y el tembleque, y el sudor helado, y la frente que se apretaba más, y más... Jo, Luis.
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