Recuerdo, justo antes, cómo bajábamos por una calle empinada, entrelazándonos. Cerca del Patio Herreriano.
Me acuerdo de su risa, aquella vez sincera y profunda.
El río era el Pisuerga, a su paso por Valladolid. Y aprovechando esto paseábamos a su orilla. Baldosas rotas, olor fuerte, excesivamente fuerte. Ya era de noche.
Justo enfrente del edificio de las mil alturas, vacío entonces de humanidad, oímos, en entrechocar, unas barcazas.
Nunca había visto a nadie por aquellas aguas el Marino navegar en esos lanchotes mínimos, botecitos para los turistas. A lo sumo, alguna piragüista del equipo de la Universidad, con canoa reglamentaria.
Por la hora y en contraste con la luz urbana, a los lanchotes casi no se les veía.
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