A Valladolid, el marino Gulliver fue de paso. No era, por lo tanto, dicho lugar más que como uno de esos guijarros resbaladizos que siempre aparecen en el medio de una torrentera y que ha de servirnos simplemente para pasar al otro lado. O para partirnos la crisma.
Llega uno, por lo tanto, con el cuerpo desalertado, con esa floreja y el tumbao de los guapos. Eso sí.
Vestía el Marino, por entonces, habitualmente de oscuro, rematando los atavíos con un sobretodo de paño negro, largo como un verano, que un amigo de la infancia le había traído de regalo, de un mercado de ultramar, de segunda mano. Cómo sería la prenda que sus cercanos se la pedían prestada si tenían un acontecimiento importante que celebrar o debían cortejar a sus amadas.
Y así, por entonces, por lo tanto, el muchacho caminaban elegante las calles, las faldas del gabán al viento, olisqueando él los aires nuevos.
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