Cuando notó en sus ojos que el cansancio le vencía, volvió a colocar los folios en un solo montón, puso encima una corazón de piedra, de la montaña segoviana, que tenía allí como pisapapeles. La gata ya tenía una edad pero pudiera pasar que por la ventana abierta entrase sin pretenderlo un gorrión. Y nada costaba prevenir el desaguisado.
Se estiró como los galgos. Y de camino a la piltra (apenas tres metros) decidió que a la mañana siguiente empezaría a escribir el final de esta historia.
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