No hice pandilla para las horas de las comidas, así que me sentaba cada día en un lugar diferente. Intentaba, eso sí, que el respaldo de mi silla diese contra una pared, no por temer un ataque traicionero sino por tener más panorámicas las vistas. Me gustaba observar esos rostros dañados en momentos en los que se descuidaban de sus papeles. Cuando su mirada se perdía en la extensión del plato de sopa, se olvidaba. Cuando los músculos faciales se distendían. Cuando dejaban de temblar las manos al trinchar la carne. y repartirla entre los compañeros.
Debía de ser de pago, el lugar, porque se comía de puta madre.
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