Por una ventana entra una luz aún pálida, como haciéndose. Cierras los ojos medio segundo, con fuerza, y te dispones a hacerte cargo de los acontecimientos, sean estos cual fueren.
Lo que más me intrigó en aquella ocasión fue cómo había llegado hasta allí. La ventana era la de un salón mínimo, del tipo de piso de estudiantes. Una tele apagada, un tresillo, la típica mesita de cristal.
A mi lado, en el sofá, me encuentro con M. Me mira. A nuestros pies, extendido sobre la alfombra, está Arturo, roncando. Yo poso los carcaños de los míos en el hueco que queda entre sus omoplatos. Se está muy cómodo así.
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