miércoles, 25 de septiembre de 2013

Adiós, Gaviero.

   Está apenado el Marino por la certeza que posee de no volver a ver más, surca que te surca los mares, a su buen amigo el Gaviero. 

   Cree a menudo que lo tiene controlado, que ya aprendió que nada se gana luchando contra la vieja fea de la guadaña. Que no hay que atraerla con conjuros a los territorios de la razón y batirse allí porque allí todo es peor, y las heridas no cicatrizan y se infestan. Y se sale sin remedio malparado. 

   Cuando era un adolescente jugaba con mi hermano a contarnos qué era lo más importante que existía en este mundo. Y mientras que yo decía que la felicidad, mi hermano, ladino, argüía que no, que era la lucidez. Pasaba así siempre, con mi hermano, que los juegos traían trampas y él las mangas llenas de ases que sacarse para que yo espabilase. De más niño aún, jugábamos a dibujarnos entre sí, por ver quién hacía el retrato del otro más horrible. Yo en el mío metía toda la fealdad que  guardaba en mis acopios, que no sería mucha pero, en cualquier caso, sí mayor que la que mi hermano con dos trazos al voleo apuntaba en el papel. Pero por ser esto de la belleza y la fealdad cuestión tan subjetiva, él sostenía y sostenía que el suyo era el dibujo más atroz y yo, ante su insistencia, terminaba dándole la razón en mis adentros y volvía a perder. 

   Pues lo mismo con el binomio felicidad-lucidez. ¿Qué fue antes, querido Luis? 

   Así que cada uno siguió su camino en la vida. Y sus búsquedas. No sé a él pero no tengo yo arrepentimiento de las armas contra la Pérfida Traidora.






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