Pese a su incipiente presbicia y a las características del animal (apenas es su tamaño como la punta de un alfiler y negro su color, para empeorarlo todo), el Marino se acerca al insecto con la intención de adivinar si en su gesto puede vislumbrar algún atisbo de intencionalidad en estas formas tan inteligentes de proceder. El animal luce impertérrito el semblante, como que con él no fueran las cuitas del chaval. Lo que a primera vista podría parecer inconsciencia acrecenta las dudas del Barquero: no será esa cara de idiocia sino otro mecanismo defensivo más con que la Madre Natura blinda a sus más inofensivas criaturas de los peligros del incierto futuro. Eso sí que es estar en todo, piensa Gulliver. O eso o ya empiezan a hacerle jugarretas las pajas mentales con que se distrae cuando no sabe qué escribir.
Ya que no es improbable pasar de estar mirando al bichito a creerse uno Gregorio Samsa en épocas bajas, ya que ni posee el tamaño adecuado para hacerse monstruoso. Y de ahí, claro, no hay más que un tramo hasta llegar a dar a lo del infinito y lo infinitesimal, lo cual da mareo por arriba y por abajo.
Por lo que quizá haya que volver a Segovia y proseguir con la madeja desde donde lo dejamos, o, como mucho, un poco más hacia atrás.
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