viernes, 6 de septiembre de 2013

Monte-Cristo (2)

   Viene ahora la moraleja con que cerrar estos gulliveres que no salen de Enrique IV allá les pinchen  las nalgas.

   Volví, como el famoso Conde, pero yo apenas pasados unos meses. Y además, volvía sin sus intenciones ni sus amargos sentimientos. Volví obnubilado, ya que lo hacía del brazo y del abrazo de Mirella. Pepe se había ido a Burgos y teníamos Segovia para nosotros solitos. He buscado en el cajón de las memorias y he encontrado unas fotos de aquellos días, con un marcado carácter erótico, que, por ello, no pondré aquí. Que las carga el diablo.  Pero a la que vamos, Alejandro. Volvía la pareja una noche de tomar algo. Pasaban de las tres. Cuando el ascensor se detiene y salen al descansillo, Mirella dice: "Huele a torreznos". Hablaba así todo el rato. Incluso en el aire se podía percibir la presencia de un humo disipado, apenas visible. El olor venía de los pisos inferiores. Fuimos bajando por las escaleras hasta que en el tercero, el olor se hacía denso y el humo espeso. Curiosamente, la fuente principal parecía provenir de una caja de esas, donde se empalman los cables, no entiendo mucho. Llamamos a las puertas y solo salió el capitán con su familia. Llamamos a los bomberos, que se presentaron raudos y peripuestos. El que estaba al mando tocó los cables, por intentar adivinar el foco principal. Dos bomberos (también llamados unidades) bajaron y subieron en un pis pas, ya pertrechados con sus mascarillas y sus bombonas de oxígeno y sus demás parafernalias. No les costó tanto como a mí abrir la puerta. Lo que es la práctica. Del piso empezó a salir un humo denso y tormentoso, dañino. Las fuerzas actuantes se echaron cuerpo a tierra y así entraron en la casa. Yo entré detrás de ellos, en similar actitud y en idéntica postura.  

    Despertamos al dueño, que dormía como un modorro el que podía haber sido su último sueño. Le sacamos ya tosiendo mientras que los funcionarios nos comunicaban que la causante del daño era una olla a presión con unas lentejas  que seguro que el militar tenía para mañana. Le metimos en otra vivienda, la del presidente de la comunidad, ooootro capitán, este barrigudo y bienhumorado. El posible herido se lavó la cara y se despatarró en un sofá, no fuese a darle algo. Solo cuando le preguntamos que qué tal estaba fue que se acordó, el animal, de que en otra habitación de la casa en humos estaba su hijito. Rápidos como una centella fuimos a por él. Y al poco, estábamos todos en el salón del capitán presidente, brindando con Oporto. 

   Y con semejante moraleja descerebrada creo que terminaremos con nuestra estadía en aquella morada impersonal pero cómoda, anodina y a la vez placentera; a no ser que la memoria me haga otra de sus jugarretas y me traiga a las mientes...

   Ahora, Luis, descansa. Lee, tómate esos cafés que tan ricos te saben y vente cargado de películas, de libros y de esos saberes que tan ricos me saben.







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