jueves, 5 de septiembre de 2013

Casi una del Conde de Montecristo


   La vida te lo quita y la vida que lo da.

   Recuerdo una noche segoviana. Era invierno y había nevado. Aquella noche fue la primera vez que oí una de esas frases que me apropio y luego voy utilizando en mi vida cotidiana. Estábamos Pepe y yo en un antro de perdición cuyo nombre no me viene. Aunque lo recuerdo perfecto, la barra, las luces, la zona del fondo, más amplia, en la que, desaforados, bailábamos. Yo, en concreto, con una de mis clientas predilectas de la Oficina de Información, donde estuve una temporada sustituyendo a una compañera que se moría de cáncer. Si por las mañanas la chica iba hecha un primor, ya cuando salía era para quitarte el hipo y la cabeza. Llevaba un vestido con buena caída, de calidad, abierto por la espalda hasta lugares innombrables. Tanto por delante como por detrás, era evidente que no llevaba sujetador. Incluso diría, si me pongo poético, que también se notaba su ausencia desde los laterales. Entonces era bastante común, creo recordar. Lo bueno de los antros de perdición como aquel es que tenían la música a tal volumen que simplemente tenías que llegar y vocear algo, no es necesario que tuviese ningún sentido, total no se oye, y pasarle el vaso con el aguachirli. Este brebaje esta compuesto por cocacola y whisky, preferiblemente White Label. Más hielos al gusto. Adquirió esta denominación cierta fama. Y, no, el Marino no está orgulloso de que aún hoy, tanto tiempo después, haya locales en los que le conozcan así. El Aguachirris.

   Estábamos bailando cada vez más locos y cada vez mejor. No es difícil. El baile, que yo prescribo mucho, consiste en un punto de precisión y dos de tontería. Lo demás es cuento. Y la chica tenía bastante tontería pero muchísima más precisión. Es conveniente empezar a aullar en ese preciso momento. Da igual, si no se oye. Pepe se acerca a mi oreja, sudoroso, en la cara la felicidad. "Joselito, nos comen en las manos". Y, visto a su modo, creo que era verdad. Yo ya luego perdí la noción del tiempo y para cuando quise darme cuenta de Pepe no quedaba allí ni la sonrisa. Seguro que me lo dijo, "nos vamos al tal, allí nos vemos", pero yo no tenía ni zorra idea. Y es una putada quedarte en una noche nevada en mitad de Segovia y en camiseta. Porque seguro que también me había dicho que se llevaba mi ropa, por que yo no la perdiera. Miré en los bares cercanos, volví a despedirme de la chica y me pedí un taxi.

   Ya al llegar a casa tuve el primer problema, por no tener yo dinero allí en ese momento y el taxista creer que no eran buenas mis intenciones. Me costó convencerle pero le convencí. Mas hete aquí que llego a la puerta del piso y que no me abre nadie y que las llaves están en el chambergo que se llevó Pepe. Como las puertas no eran como las de ahora, decidí echarla abajo y ya se vería mañana. Te recuerdo que iba en camiseta pero calzaba unos botones que lo mismo eran del Ejército. A la tercera intentona, el tercer fracaso y yo no sabía ya si reír o llorar. Cuando se abrió la puerta de al lado y apareció, fascinantemente, la familia que vivía sí, en esa puerta, pero dos pisos más abajo. Bastante extrañado miré el dígito pintado en el descansillo y comprobé que, efectivamente, me había equivocado. A la vez me dio la risa y el llanto. La familia, pareja y dos hijos jóvenes, aparecían en la puerta dándose las manos y con una expresión mezcla de incredulidad y auténtico pánico. Junté mis manos y postré mi cabeza repetidamente y fui huyendo hasta las escaleras como un cangrejo. 

   A la mañana siguiente, claro, pintaban bastos. Entre la resaca y esa imaginación mía que engrandece los sucesos, pasé un día malo, malo. No me atrevía a salir de casa. Al final, a media tarde, compré una caja de bombones y la dejé colgando junto con una quizá demasiado extensa nota de disculpas. Llamé y salí corriendo para casa. 

   Al poco, llamaron a la puerta. No podían ser sino ellos. La saliva se hace engrudo. Dudas si no abrir y al final, con el único átomo que te queda sin infectar de cobardía, en un arranque instintivo, abres la puerta. 

   Y allí están los cuatro, sin darse la mano y mucho más sonrientes que la noche anterior. Que venían a decirme que su vecino de al lado no volvería hasta después de reyes, con lo cual los bombones... Y rápido yo a aclarar que qué pedazo de bestia, otra vez me había vuelto a equivocar ya que los bombones son para vosotros, por el susto y seguro que por el disgusto. Y entre que sí y que no, ya les dije que pasaran y que se tomaran algo. Y abrimos los bombones y cada vez que hacía yo intención de volver a suplicar perdón, ellos no me dejaban y me empezaban a contar cualquier cosa. Que aquella era una cooperativa de maestros pero como habían quedado muchas viviendas libres, se las habían ofrecido a ellos, un grupo de oficiales del Regimiento. Otro de los clanes urbanos característicos de aquella ciudad. Y que, por ejemplo, él era capitán y otro tanto el vecino cuya puerta aporreaste anoche. Y otra vez las risas, un poco atragantadas por mi parte, porque claro, el capitán tenía pistola y un hijo pequeño y vete a saber cómo hubiese reaccionado, de estar. 




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