lunes, 30 de septiembre de 2013

Dibujos de Ceesepe

   Nunca he sabido lo que se pide en un restaurante vegetariano. Siempre termina mi plato con lo más parecido a la carne que allí tengan. Pepe se pediría lo más sofisticado y Cuchi una ensaladita, que era de comer escueto. 

   Los manjares y la bebida tienen el efecto secundario de ahondar nuestras ganas de seguir por ahí de mambo. 

   Enfilamos la calle de La Merced, que ahora llaman de la Judería Vieja, por estar en ella la antigua sinagoga. 


    No hay mucha gente por la calle, quizá solo turistas y estos, a fuerza de insistencia, han pasado a formar parte del paisaje.  Como los esgrafiados en los muros, como los adoquines. Antes de que pregunten ya les estamos señalando la dirección del Alcázar, todo recto, bajando la calle. 

   Nos tomaríamos una rápida en las Cuevas de San Esteban, cuyo propietario, de nuestra edad, ha sido dos veces Nariz de Oro a nivel nacional. Un profesional pero sin mucha conversación. Luego vamos a un local de moda, con dibujos de Ceesepe en las paredes y fama por sus gintonics. Cuchi sigue con los botellines. Nosotros... vete a saber. 




   Y ahora te toca hacer un ejercicio de memoria porque en los ya lejanos días en los que empezaba a contarte de mis andaduras segovianas te hablé de otro bar, en la plaza mayor, que regentaba un gitano chulo. Estuvimos allí una vez, tomando un café, tú y yo. Y te hablaba de que el gitano tenía una hija sin madre, quizá no habría cumplido los 18. Una auténtica diosa. He tenido que hacer un esfuerzo para acordarme de su nombre. Gabriela. Se llamaba Gabriela.

   Pues lo que son las cosas. Allí, en aquel bar, que apareció la niña diosa, escoltada por dos amigas también a la última, también preciosas. Por más que el uniforme de trabajo, que incluía pajarita, le quedaba estupendamente, vestida de calle estaba para marearse. Siempre tiene morbo ver así vestidas a las chicas que usan traje de faena. El otro día me pasó con Pamela y todavía no me la he quitado de la cabeza.  Y a veces me dan escalofríos.

   El bar en el que estábamos tenía en el piso de arriba un habitáculo que era como el salón de casa. Camilla, una tresillo al fondo, máquina de coser Singer del año de la tos, enormes jarrones con flores secas. Hasta televisión en la que siempre habría vídeos musicales. Allí que nos subimos todos, a invitación de Pepe, al que ya le brillaba el colmillo. Subimos una baraja por si acaso. Yo estaba encantado porque era evidente que Gabriela me dirigía las gracias y las miradas. ¿De qué hablaríamos en aquellos tiempos?





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