Sí, ya tardó, ya, la buena de Cuchi en llegar a estos diarios. Francisca Martínez de Pisón, la pequeña de una amplia familia tradicional segoviana. Aunque la estirpe cercana viniese de Aragón. El padre había sido Gobernador Civil de la provincia y había tenido no menos de una docena de hijos e hijas. Cuando ya no esperaban a nadie más llegó la Cuchi. Era así siempre, en su vida. Entre flaca y delgada con el pelo (siempre cortado a lo chicazo) muy fino, rubísimo, casi albino. Donde más se le notaba era en las cejas y en las pestañas. Más en estas, que daban a su rostro un aspecto curioso.
Era movida la Cuchi. Siempre sonriente. Lagartija de ciudad, amiga de todos, la niña a quien cuidar. Y eso que había salido más relista que todos sus hermanos. Vaya familia, el que no era yonqui era gilipollas. Cómo tendrían que estar esos padres. Seguro que eran creyentes y le preguntaban a su dios. El padre, que había sido de un fachón exagerado se había convertido en un hombre enfermo, que no rendido, por más que estuviese encadenado a una bombona de oxígeno y a sus frágiles piernas. Y aún así, se gastaba un humor socarrón, propio de su tierra. Ya he contado por aquí que nos echábamos buenas partidas al mus en su casa.
¿Lo ves, Luis? Ya me ha pasado lo de siempre, que me he embalao. Y he dejado a esos pobres esperando a que les preparen la mesa donde van a comer. Con el hambre que tienen que tener.
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