Fue por la noche que decidimos que debía ser mi partida a la búsqueda del marino. Así lo determinamos por seguir, uno a uno, sus pasos. Y también por ser, en la oscuridad, mayores los peligros pero más sencillos de sortear. O eso nos parecía. La verdad es que pocos de entre la tripulación se habían visto en situación semejante y los rostros están compungidos cuando salto a la barcaza que me ha de llevar a mi misión. Quizá hubiera tenido que traer la linterna.
Al apartarse unas molestas nubes, la luna casi llena aplaca mis temores. Es complicado elegir. Las sombras me ocultarían y sería, por tanto, más fácil alcanzar la ciudadela. Pero el miedo es libre y nos hace sus dueños. Por lo menos la mar estaba calma y no me costó remar hasta la arena. Abandoné la barca junto a un grupo de ellas, que descansaban sus húmedas travesías como una cuadrilla de tortugas durmientes. Creí que al esconderla entre pares evitaría que mi llegada fuese descubierta. Con el trajín de todo el día y el petate por almohada, me quedé dormido en la arena, junto a ellas.
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