Aquello es que estás allí, en el centro físico o en el de tus deseos. Sabes que hay chicha dentro y que, en el fondo, es justo allí donde queríamos llegar. Y vas y no encuentras las llaves de la puerta. Como al final todo este Gulliver es un sueño, no hay sereno cerca. Tampoco hay móviles para llamar de urgencia al Cotillas, cerrajero de pro, antaño raterillo y hoy profesional de renombre, con tarjeta de visita ribeteada y servicio las 24 horas del día y de la noche.
No, tampoco hay ventanuco entreabierto en la parte trasera ni niña repipi y de aire fantasmal tras la celosía, a la que convencer de que te debe dejar entrar. Que eso es lo justo. Que eso es lo necesario.
Como si en Jericó estuviésemos y Josués fuésemos, le dimos al asunto vueltas y más vueltas. Si no fuera nuestro muchacho cabezón como es, haría tiempo que o hubiésemos destruido la ciudad entera al bíblico modo o nos hubiésemos rendido y, a la par, abandonado el campo de batalla con el rabo entre las piernas.
Pero no, llevamos meses anclados en la mediamar. Por la noche se ve mejor la ciudad, igual que un comedero de luciérnagas en una selva de agua y cielo negro.
Jugamos al chinchorro, leemos los libros seleccionados antes de embarcar. Bebemos después de cenar, en abundancia, y si el día lo ha merecido, lo rematamos cantando canciones broncas y graves. La verdad es que no sabemos ya muy bien qué hacer.
Esperamos, en fin, a ver si de una vez el Capitán se entera y organiza la treta suficiente para abordar, este sí, nuestro último destino juntos.
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