jueves, 31 de julio de 2014

Cisnes, faisanes

   Salí de la cafetería con el cuajo satisfecho. Nadie parecía caer en la cuenta de mi presencia, lo que me animó a posponer mis deberes y llegarme hasta el Campo Grande, que así llaman a un jardín cuyo tamaño no excede de las veinte fanegas de sembradura. De amplios y ensortijados paseos y escasa fronda (los más castaños pilongos), tiene entre su mayor atractivo un estanque de aguas pútridas donde chapotean sin entusiasmo dos o tres especies de ánades. Yo iba a ver a los cisnes, por ser animal mitológico y de delicada silueta. Los que allí contemplé lucían blanco el plumaje mas un tanto despelujado y se traslucía de sus ojos cansinos un dejarse llevar por la existencia. Su bogar también era desmayado y de rumbo incierto, ignorando tanto a sus semejantes como a los pocos visitantes que a tan temprana hora del día deambulaban por ese parque y les agasajaban con migas de pan y otros manjares.  

   Sin ser yo consciente de ello, mis pasos me fueron trasportando por los vericuetos del lugar, desprovisto de más destino que el azar y bastante ajeno a mi circunstancia. Fue así que me sobresalté cuando, en una zona de mi campo ocular alejada del centro visual, se abrió en silencio un enorme abanico de colores. Un faisán macho y de mirada enloquecida me retaba en exóticos duelos. Observé mi facha y rendime antes de empezar siquiera la partida. Elevó aún más su cuello, el galán, y se alejó desdeñoso. Aprovechó la ocasión otro congénere, que hasta ese momento se había mantenido en un prudente segundo plano, para abrirme la suntuosa cola, plagada de brillos y ojos, e invitarme a parecido desafío. Suspiré fatigado. Las hembras faisanas, apenas a unos metros, corretearon bisbiseando, quizá cluecas de tanto despliegue. 

   Me senté en un banco alejado de las vías principales, más transitadas. 









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