Desayuné en la Plaza Mayor.
Es Valladolid lugar castellano. Y abunda en esta región un tipo de señora que es abigarrada y de perfume espeso. Luce pieles a la menor ocasión y se tiñe y carda el cabello en peluquería céntrica. Gusta este tipo de señora, que ya pasó de la mediana edad, de salir temprano de casa, bien para asistir a algún sacramento bien porque se aburra del ocio del día. Es así que desayuna fuera. Un chocolate con porra o descafeinado con la leche calentita y un cruasán. Sella el borde de la taza con su carmín, que no se va ni en el lavavajillas por lo que ha de frotarlo antes el camarero.
Los camareros son todos, en estos lugares, muy profesionales y anodinos. De los de chaquetilla negra, camisa blanca, pajarita y el brazo izquierdo a la espalda, presto su ser a la reverencia. Rostro largo y agestual, de tono grisáceo por la penuria de rayos solares, y el timbre de la voz de galán latino pasado de hora.
Todo ello me dio por observar el día que llegué a la ciudad. No me extrañó, en cambio, como debería, lo fácil que me había sido introducirme en ella.
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