No, Luis, nada de una notita del marino diciéndonos que odia las despedidas (todo un clásico). O contándonos sus inminentes intenciones. Conminándonos, al menos, a esperarle allí varados, con el ancla mustia, que casi asoma por la lisa superficie de la plana mar.
Esa es una de las veces en las que se junta la tropa en flagrante reunión. Al principio todo es alboroto y frases pisadas. Por los nervios. Luego hay alguno que, bien por su tono de voz (¿radiofónico?), bien por evocar sus palabras útiles pensamientos en el resto, se hace con el timón del discurso. A partir de ahí todo es más ordenado y vamos de una cosa a otra. Por respeto o solo por costumbre, uno de los cabeceros de la mesa, lugar donde suele sentarse el Capitán, ha quedado desierto. No faltan los compañeros que, sin percatarse, desvían ( de tanto en tanto) allí su mirada, buscando aprobación o reproche, el camino a seguir.
Se han barajado varias posibilidades, que fluctuaban desde las más despechadas (poner al viento el velero y dejar a Gulliver allí plantado) hasta las más bravas, que optaban por pertrecharnos de nuestros útiles de batalla y tomar la ciudad por los cuatro costados. Suicidas en sueños.
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