viernes, 26 de septiembre de 2014

Cuento (inventado)

   Érase una vez de un niño que vivía en un pueblo del alfoz.

   Como era un pueblo del alfoz y con el desarrollismo de los 90 y primeros dos mil, el pueblo había decuplicado su población, gente joven, en su mayoría, que iniciaba allí una nueva vida.

   Así es como llegó el niño a ese pueblo. Había aumentado tanto la población que se hizo necesario el arbitrio de una autoridad, válgase la redundancia. Sacaron desde el ayuntamiento una plaza a concurso, para policía local, y esa (precisamente) era la profesión del padre del chaval. 

   Consideró la familia el componente pecuniario pero, sobre todo,  la oportunidad de regresar a escasos kilómetros del lugar del que tuvieron que partir cuando (el niño aún no había nacido) le dieron al recién graduado su primer destino. Un traslado más que hicieron con la alegría de saber que bien podía tratarse del definitivo.

   El niño fue creciendo en ese pueblo, sano y fuerte. Tenía un grupo amplio de amigos y la bicicleta por vehículo habitual. Cuando la mayoría soñaba con ser futbolista o cantante él ya sabía que sería piloto de avión. Ni la madre ni el padre sabían de dónde le había venido al muchacho la vocación ya que en la familia no había antecedentes. 

   Casi no se veía el techo de su habitación, de como lo tenía plagado de maquetas de aeroplanos que simulaban volar. Incluso tenía ya echado el ojo a un aeromodelo en la tienda que había en la calle Nuño Rasura, dedicaba en exclusiva a todo lo que con el modelismo  estuviese relacionado. El avioncito le sería regalado en cuanto acabasen las clases y sacase, como solía, unas excelentes notas.

   Mas hete aquí que llegó al mundo un nuevo invento que le volvió loquito. 

   Sí, casi cada día en los noticiarios salía una primicia de una nueva y curiosa utilidad que le habían encontrado a ese tipo de aparatitos que eran como insectos gigantes voladores, todo patas y alas en hélice. Sí, los drones. 

   Armado con la caja de herramientas de su padre, materiales que vete a saber de donde sacaba y una maña envidiable, el muchacho tardó ocho meses en construir un engendro que, según sus previsiones, minuciosamente calculadas, era capaz de volar. 

   Como su padre le había prevenido de la cantidad de permisos y burocracias necesarias para que dichos bichitos pudiesen despegar en el marco de la legalidad, decidió el chico levantarse un día apenas amanecido, en la ingenua creencia de que a aquellas horas aún no funcionaba el mundo. Y sin moverse del porche de su casa, con un joystick conectado a su portátil, se pegó un viaje de casi una hora por todo el pueblo, cómo no, a vista de pájaro. Ya que, había acoplado al animal volador una minúscula cámara que había recuperado de un ordenador antiguo.

   Orgulloso de  su proeza, editó el vídeo y decidió que ese sería el regalo que le haría a su padre en su ya cercano cumpleaños. 

   Y le encantó a su padre el obsequio. Pero se quedó bastante perplejo al observar con una claridad inusitada que en más del cincuenta por ciento de los jardines que iban desfilando por la pantalla, celdas de un tablero informe, había plantadas, bien en tiestos, bien en pequeños huertos, hermosas plantas de marihuana.









No hay comentarios:

Publicar un comentario