viernes, 28 de agosto de 2015

   Daba gloria oír a la chica hablar de su padre. Con una sencillez que nadie hubiera predicho de haberla visto llegar tan doliente. Con una llaneza que hacía que se olvidase hasta de cuidar la dicción. 

   Ya que su padre, al poco de volver a casa con la intención de quedarse para siempre, enseguida se liaba a tortazos con la pobre mujer y como estaba tan bebido y se iba quedando en tan poca cosa, si mucho esfuerzo le empujaban hasta la calle o, por seguridad, hasta un par de calles más para allá. Y, se ve que avergonzado, se pasaba una temporada sin volver a aparecer. Incluso se enteraron de que  se había buscado un lugar para vivir, ni imaginarme quiero, en Cuevas de San Clemente.

   Da la casualidad, si estas existen, de que ese es el pueblo de origen de Pamela, con el que me juró que no guardaba ningún vínculo (o eso me lo imaginé yo, ya que, al parecer, tiene allí su padre un huerto que da tomates y tomatas, ambos de excelente calidad).

   Rompo la línea del tiempo y le pregunto a nuestra cantinera predilecta si se ha enterado de que hubiese ocurrido algún fallecimiento en dicha localidad, en los últimos días. Y como es tan buena y tiene tan poca malicia, me cuenta que sí. Y que cómo me había enterado  yo de ese vecino, que la había palmado en una mesa del bar. 






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