viernes, 10 de enero de 2014

A Valladolid, a pasar el rato

   Desde aquel concierto del que te hablaba ayer, del que no me queda más rastro que aquellas palabras escritas en el tique de entrada, nos desplazábamos desde Segovia a Valladolid con suma soltura. Solían ser fines de semana de no descansar ni un segundo pero también podía suceder que, a media tarde de un martes, nos diese la tontuna y nos acercásemos a ver a nuestras universitarias. ¡Éramos tan bien recibidos! 

   Fueron tantas la veces que se me mezclan y se altera su orden y su fundamento, si de esto hubo tan siquiera un poco. Los recuerdos, en cualquier caso, se apelotonan.

   Sería una de las primeras veces. Dejamos el coche en una angosta calle con una "A" de anarquismo enorme, pintada en blanco sobre la piedra gris. Nos pareció señal suficiente pero al querer regresar, el coche no aparecía, había cientos de aes dibujadas en una ciudad que no era más que piedra gris en calles estrechas y anarquistas. 

   Ese sentido de encontrarme en un laberinto me duró eternamente, incluso llevando allí años de patear y patear la ciudad. Una zona precisa, céntrica, donde, además, estaba el colegio mayor en el que moraban nuestras amigas, donde estuvo luego la casa más loca de todas las casas (pero no te embales, Gulliver). Donde estaban los cafés de las tardes y los bares de las noches. No sé. Enfilaba una calle y nunca sabía dónde me llevaba, a qué otra iba a llegar. Al principio daba mareo pero luego me lo tomaba como un juego de mesa. Incluso la última vez que por aquellas calles estuve, que fue contigo, tuve la misma sensación y me hizo la misma gracia. Pero creo que no te dije nada.



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