Yo intento que se aficione a lo de los juegos. Me los invento sobre la marcha, a cada cual más peregrino. Veo que flojea en cálculo mental (norma general en esta Educación que nos van dejando) así que ahora todos van de dos más dos. Le explico mis trucos, los atajos. Las aproximaciones al múltiplo mayor, el cinco y el cero, las curiosidades del tres, la regla del nueve. A ella le gustan más los de Letras. Transijo a veces, claro. Hacemos series de nombres de cosas por sus iniciales. Yo le aprieto a que empiece por la zeta y vaya en el sentido contrario a las agujas de la costumbre. Si estás más de cinco segundos sin abrir la boca... punto para el contrario y cambio de turno.
Cuando estaba ya rematando mi lista se me ha quedado la lengua pegada al paladar, porque me tocaba un nombre de chico, por la "a", no mencionado con anterioridad. Y hay tantos.
Joer. En la última bocanada que me ha venido "Abelardo". La Pollo me consiente, así que no la puedo engañar. Abelardo. "¿Tú conoces a algún Abelardo?", me ha preguntado.
Sí. A uno. Era el presidente del Comité Superior de Disciplina Deportiva de Castilla y León. Supongo que por ahí habrá hemeroteca que lo confirme. Pulcro, alto y con un talante que daba gusto verle.
Si te da por ser así, Abelardo es un nombre que te ayuda a conseguirlo.
¿Pero qué puede ocurrir si te llamas Abelardo en otros contextos, en otro ecosistema? Bueno. Hubo un jugador del Barcelona con ese nombre. Y el tal Pedro Abelardo y el de la Eloísa. Pero imagina que eres un chaval con las rodillas peladas en la España de los primeros setenta. En territorio rural, más en concreto.
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