Si Gulliver se apellidase Joyce o gustase de celebrar las cifras redondas en el cuentakilómetros de su BMW, haría coincidir (sin que nadie se percatase, eso sí) tan histórica fecha con el final de su cuento de príncipes y todos juntos comeríamos perdices, si de ello estuviera.
Mas quiere dar una vez más muestra de su humildad infinita y no osará ensombrecer un ápice los focos que iluminarán tan egregia ceremonia.
No podrá evitar, eso sí, que en mitad de juramento se oiga su voz, desde las filas de atrás, lanzando el grito predilecto:
"¡Que viva Méjico, cabrones! ¡Aquí solo mis chicharrones truenan!"
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En los avatares de esta bitácora, haremos constar hoy que, en el breve espacio de una semana, es la segunda entrada que (ya envuelta para entregar) desaparece de la pantalla del ordenador y con ella del universo infinito. La hemos rehecho con más paciencia que pericia. Ay, mi mala memoria. Nos acordamos, eso sí, de que sonaba Tom Waits, cantando un tema de Cole Porter.
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