El Príncipe se reía y no paraba de reír. De tal manera reía que empezaron a saltársele unas lágrimas gruesas como globos repletos de agua ("hala" gritó el coro de las niñas que escuchaban), y de idénticos colores que estos (puntualizó la abuela), que al estallar contra el palaciego suelo chapuscaban las manoletinas que calzaba para aquella ocasión. Pese a ser este calzado de piel muy delicada y elevado precio, no parecía que ello contrariase el estupendo humor del muchacho sino, más bien, que lo avivase, si tal fuera posible. De la risa, sin pasar por aduana, había mudado a las carcajadas. Abiertas, enormes, casi peripatéticas. Tales eran que le formaban extravagantes muecas en la cara. Y encima es que no podía parar. Estas muestras de alegría ingente duraron un rato más bien prolongado, quizá cerca de la media hora, por más que a los dos presentes en la mesa se les hiciese, como un terrón de azúcar en una fosa marina, breve. Ya que es de imaginar (apuntaba la abuela) que, además, por ser este proceder actividad altamente contagiosa, la muchacha acompañase en sus alborozos al chaval.
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