La cena, que en otros no lejanos tiempos era un acopio de lo que había sido su día, donde (mientras picoteaban) se contaban las mil y una peripecias que la jornada había tenido, estuvo en esta ocasión presidida por los arranques del príncipe, que en otros pagaba sus penas. A los vegetales les faltaba salazón, a la carne le sobró tiempo en el fuego, los vinos, todos picados. Ni cuenta se dio el bobalicón de una nueva diadema que la muchacha lucía y que ella misma se había confeccionado en sus ratos de ocio.
No es el enfado que tal descuido puede conllevar sino un plan previamente ideado. El caso es que la chica, en uno de los muchos descuidos de su compañero (cuánto obnubila el ofuscamiento), le vierte, viejo truco, unos polvitos en la copa, polvitos cuya composición desconocemos, así como sus efectos.
Bueno, los efectos sí que los conocimos, pero un poco más tarde.
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