miércoles, 25 de junio de 2014


   También nos hemos perdido, Luis, con tanto demorarnos en miradores que dan a otros paisajes distintos a los del cuento de la abuela, el final que lleva a que se silencie por fin la voz del pastorcillo, embebido vete a saber en qué ocurrencias. Y que sea entonces cuando ya no basten las miradas de los amantes, ya dejó de tener sentido ese tira y afloja. El silencio pesa tanto que obliga a detenerse. La muchacha roza suavemente la mejilla de su loco amado, le dibuja con un dedo el contorno de la cara. Le dibuja también la nariz recta, los labios rojos. Y cuando va a dibujar los ojos oscuros del niño lo que desea es borrar con una goma de borrar las ojerazas que se le han puesto de tanto andar desolado.

   Pese a sostener todo el tiempo la mirada, el muchacho parece ausente. Quizá solo sea la droga que aún pasea por su cuerpo. El muchacho parece no estar. 

   Con mañas de gitana pero ninguna prisa, la niña va soltando botón a botón de la casaca del chico loco. Va soltando, también botón a botón de su camisola de seda. No acaba esta tarea cuando ya le está acariciando el pecho con los dedos de la mano libre. Se demora en los diminutos pezones, se detiene en esa parte del vientre, justo debajo de ombligo, donde mora el más primitivo placer. 






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