La princesa y el príncipe |
En una de las frecuentes visitas del príncipe, viéndole tan atolondrado y ya sabiendo casi todo, la muchacha elige la hora adecuada, le agarra del brazo y tira de su cuerpo hacia el jardín. Un sobresalto de su alteza, el niño, le confirma en sus sospechas.
Es tan precioso el cielo, a esa hora precisa, en el jardín de la dama, que hasta la mirada ausente del chaval se clava en los colores profundos, en los juegos de luces y nubes. Suavemente ahora, que a la princesa le cuesta menos dirigir sus pasos.
Atesora la niña, entre otras cualidades evidentes, la belleza interior. Lo que no es poco. Y así es la única en los contornos que puede apartar la vista del imantado cielo. Y así le place, en sus paseos, observar como todos contemplan extasiados la que llaman bóveda celestial. De sus idas y venidas pausadas, con el príncipe colgado de su brazo, nota como algo refulge en el suelo de cantos rodados. Así es como consigue la última pieza del puzzle y se acerca, por lo tanto, el final de este cuentito breve.
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