martes, 17 de junio de 2014

   Las risas se van apagando. Se transforman, poco a poco, en un murmullo que parece alejarse en el aire. Al final, se hace el silencio. 

     Quizá tengan (los amantes) doloridos los músculos de la cara y también los de la barriga (cigóticos y risorio y también varios abdominales) de tanto reírse.  Quizá por ello agradezcan esta calma que ha llegado con la intención de quedarse un rato. Los muchachos se miran y se ven reflejados en los otros ojos. En ellos hay brillos y sonrisas, los iris palpitantes. Sí, creo que saben que se aman. 

    No se conoce, en cambio, si es a causa de los polvos azules (igual a la muchacha, por inexperta, se le fue la mano en la dosis) o por la mera  retroalimentación pero, claro, es entonces cuando hace acto de presencia el deseo. Con aires de marqués y la respiración densa. Manda mucho el deseo, sin él pretenderlo. Y espesa el aire. Nos despoja del control, nos pone tontos, niños. No sabemos ni lo que hacemos. 

   La princesa se acerca al muchacho. Se detienen. Rozan, apenas, sus dedos. Torpemente. Se crispan, por atrás, sus cuellos.  

   Luego, a lo loco, comienzan una carrera escaleras arriba. Es un carrera atípica, ya que se trata de correr rápido-rápido con la intención de llegar el último. Se frenan, se chocan. Rozan, apenas, sus dedos. Y vuelven a correr y a parar. 



o·o

   


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