miércoles, 13 de febrero de 2013

Definitivamente, deberíamos ser gigantes (3)

   Lo que da de sí la compra de los sábados.



   Una vez abonada dicha compra, nos despedimos de Sara. 

   (Antes... Pepe es así. 

   - Aquí te presento a mi cajera de cabecera, mi favorita, la predilecta.

   - Bah, como todas.

   Esto me abona mucho el paso para poder yo cantar de sus virtudes y ponerme a sus pies. Y confundirme cuando me devuelve, mi Sara dulce, la tarjeta y cogerle así, al descuido, la mano entera. Que no suelo. Yo creo que Pepe lo hace por eso. )

   Nos tomamos un par de cañas, charlamos, cotilleamos. Al final, pese a que me puse científico y me hice el remolón, pagué yo las cañas y le tuve que acercar al final de la calle Fernán González, sabiendo él, como sabe, lo nervioso que me ponen a mí las calles peatonales cuando voy conduciendo y lo complicado que se me hace salir de ellas. 

   Gulliver, cada poco,  me depara sorpresas y me obsequia con regalos insospechados. Por ejemplo, la canción de ayer. Ya que no era esa la que tenía en el magín. Pero se me cruzó por el semáforo de la vida y hube de dejarle pasar. Así que hoy voy a ponerte una de las que quería, de los primeros discos del grupo. A Jimmy también le molaban.


   Creo que al final de lo que va a ir mi próxima última novela, que por supuesto no voy a escribir nunca, va a ser de la amistad. De la enormidad de formas que la amistad puede adoptar. También abarcará no pocas páginas el futuro de la amistad. Que no se me olvide. Al menos un capítulo o capítulo y medio. Todos hablan del futuro de la novela, del futuro de los universitarios, del futuro de Europa... y a nadie se le ocurre hablar de qué va a ser a mucho no tardar el concepto de amistad, en qué se va a convertir. 

   En Segovia estuve siete años y malviví en cuatro pisos. Y eso sin contar las breves estancias en casa de las novias. Digo malvivir en su acepción burguesa ya que la juventud no se permite semejantes payasadas. 

   En el primero viví con un catalán de Salamanca, o viceversa, que se apellida Isern pero se pasó años agonizando por que le mandasen a la ciudad charra, donde agonizaban también, en perfecta reciprocidad, su amada esposa y sobre todo su hija, que había heredado perfecto los genes preocupones, el llevarlo fatal que su padre trabajase fuera y unas ojeras tremendamente explicativas de todo ello. Tengo foto que lo demuestra. 

   Cuando nos cogíamos enorme la borrachera, daba igual el día de la semana, le agarraba la morriña y se le agudizaba tanto la querencia que no había manera de placarle para que no se montase en el coche y se fuese a dar una sorpresa a sus amores. El jodido de Javier, que así se llamaba, siempre se daba la hostia a la altura de Villacastín, famosa en toda nuestra comunidad por ser la localidad con más casas de putas por metro cuadrado. Con lo cual, al día siguiente, o a los dos días, según como hubiese sido de accidentado el percance, volvía Javier Isern al curro con las ojeras ya desbordadas y el ánimo por el suelo. 

   También, ese primer piso lo compartimos con otro personaje conocido como el Mañó. Era un tremendo hijo de puta, odioso hasta el tuétano. No me extraña, así pues, que hoy sea director general de altura. Quizá de Administración Territorial. Tenía una novia con bigote, ya en aquel entonces, que olía parecido a él. Y para que te hagas una idea de cómo era su perfume, te cuento.

   Tanto Javier con el Maño era dos moles de mucho cuidado. Y francamente, tenían sobrepeso. Así que solían salir a correr como dos hotentotes por un bosquecillo cercano. 

   Las tareas de hogar las teníamos repartidas en un preciso cuadrante, que ocupaba lugar de honor en la cocina. 

   Nunca he sido remilgado. Nunca. Pero daba auténtico asco ver como el jodido del Mañó te hacía la cena con la misma ropa con la que había vuelto, y no veas cómo, de su carrerita.

   Y eso si se daba bien, que un día, regresábamos hambrientos Javier y yo, una vez finalizada la dura jornada laboral, cuando nos encontramos en la mesa, un plato con arroz cocido y un tercio de manzana con pinta de haber sido cocida junto al arroz. "A mamaíta se le ha olvidado hacer la compra", creo que nos dijo. 

   A ese piso llevamos a Jimmy, que tendría veintiuno pero parecía, además de extranjero, como de dieciocho años. Pero eso da para más gulliveres.



  
  

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