Corría 1977. Había yo acabado mi educación básica, que se compuso de un año de amor con las monjitas del Zapatito Blanco, seis de terror en el colegio público Padre Manjón (pero que, por otra parte me fueron muy productivos) y los tres últimos, 6º, 7º y 8º, de gratis, en los Jesuítas.
Debía, así, empezar bachillerato y los Jesuitas pasaban a ser de pago. Tocaba dialogar.
El tal verbo venía siempre acompañado de una serie de movimientos acomodatorios previos. Y como allí el único que se movía era yo, mi padre partía con una gran ventaja de base.
Cuando vivía con Nines y mis padres en la Alhóndiga, para llegar a mi habitación debía cruzarse antes el salón. Mi padre estaría allí, leyendo en "su sillón". Sería media tarde. Al llegar a su altura y haber alcanzado casi el picaporte era cuando decía:
- Jose, tenemos que dialogar.
Frenaba yo en seco mis pasos, dibujaba un elegante giro de 180 grados y me dirigía a sentarme al extremo izquierdo del sofá de tres plazas. Una vez allí, le inquiría con la mirada.
Esa era la secuencia inicial siempre. Luego, dependía del tema a tratar pero juro que hubo ocasiones terribles. Así que no me vengan a mí con que no se dan diferencias sustanciales entre los verbos hablar y dialogar. Vamos anda.
Aquella vez no fue de las malas. Se habló de la asunción de responsabilidades, de mi edad, catorce años, de la situación económica general y, más concretamente, de la familiar, de las opciones que la vida a veces te plantea. También se dialogó sobre los pros y los contras. Ya desde el principio las posiciones estaban muy cercanas. Era de cajón que iba a estudiar al Cardenal López de Mendoza, donde, sin temor a equivocarme, he pasado los mejores años de mi vida. Y eso que del resto no me quejo.
Quedaba un fleco que abordar. La elección del idioma. Ambos estábamos de acuerdo en que, para eso que llamamos futuro, me iba a ser mucho más útil el inglés que el francés que tantos años llevaba estudiando. Como todo había ido tan bien en nuestro dialogar se ofreció gentilmente a acompañarme unos días antes de iniciar las clases para hablar con la profesora y enterarnos si "se empezaba de cero". Nótese cuán paladinamente mi padre ya sabía, a aquellas alturas, que la profe era mujer.
El López de Mendoza en la actualidad. En aquel entonces unos tilos daban sombra a nuestra pirolas. |
Como a continuación se verá (o quizá un poco más tarde, como bien diría el bueno de Yorick), la frase "empezar de cero" pasó desde aquel preciso momento a tener un significado, una musicalidad un tanto habitual en mi vida.
Y fue así que Gulliver inicio el peligroso pero embriagador viaje al País de las Profesoras de Inglés.
Gulliver, una vez concluidas las tareas del despegue se dirigió a su camarote y puso en su ipod esta canción.
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