Today, music is before.
Los señores Smiths, very brithish, y por si no querías té, taza y media, te va entero un álbum de grandes éxitos.
Las fotos también las pongo hoy antes. De casualidad, han caído dos de orientales, que habrás de reconocer que también son muy britis.
Y ahora, querido Luis, retomemos el hilo conductor que no era otro que el empezar de cero que nos juró y nos perjuro la señorita Docio, hembrona un poco destartalada, caballuna y con una pizca de hippie. Y aún así, estaba pero que muy buena. Tuve incontables ocasiones de llamarle mentirosa a lo largo de los siguientes años. Y no desaproveché ninguna.
Ya que de lo único que me enteré ese primer día de clase, y eso preguntándoselo a un compañero avezado, era que al día siguiente teníamos que llevar nada más y nada menos que el padrenuestro traducido. Cuando aún no había sido inventado el dios google ni los padres chapurreaban lo más mínimo. Como entenderás perfectamente, los días siguientes me enteré aún de menos. Era como ver en versión original una película iraní. Y que tú fueses el protagonista. Peor. Salvaba el desastre total que la Docio era toda una hembrona, con un tipazo para chuparse los dedos, de auténtica delicia, y una faldita de veras corta para los usos del entonces y del allí, y que, para lo del más inri, se abotonaba por delante de los prietos muslos de la profesora, que eran dos, tremendos e indómitos.
Felix, mi compañero de frontenis, estaba en mi misma situación intelectual, en aquel entonces, así que, por mor de facilitar que en nuestras duras molleras penetrase la lengua del Bardo, o por cualquier otro motivo igualmente acertado, determinamos colocarnos en la primera fila, mesa central. Pero chico, ni aún por esas.
Como era previsible, llegaron los días de exámenes. Y no menos previsible, visto con la debida distancia y la suficiente objetividad, era que iba a suspender. Aquel fue un momento cuyos efectos nadie en mi entorno había previsto. Nunca, en mi vida escolar, se me pasó por las mientes que podía llegar a suspender. Y, con sinceridad, no estaba preparado para ello.
Así que cuando llegó el suspenso y, de verdad asustado y expectante, comprobé que no se abría en dos la tierra bajo mis temblorosos pies, ni las pestes de los dioses caían del cielo cual bolas de fuego, que no me faltaba el aire y la sangre circulaba con su ritmo habitual por mis venas, fue entonces que empezó ese preciso momento, ese instante en el que a uno le va a cambiar ya para siempre la vida.
A lo de "empezar de cero" se unió el "vivir de las rentas" y seguro que lo de las compañías. Y así fue que empecé a deslizarme por un tobogán divertidísimo. En la tontería de aquellos años me ufanaba yo de ir repitiendo y repitiendo cursos por aquello de no dejar de asistir a un lugar tan entretenido.
Y así fue también que empecé a turnarme con la Docio y con la Badía, depende de los años. Yo creo que se me rifaban. O lo contrario. Siempre con algún otro ignorante como yo al lado y sobreviviendo a duras penas cuando tocaba salir a la pizarra. Y con la Badía no era aquella cualquier batalla. Estaba lo que se dice pirada. Hablaba clavado a la señorita Rotenmeyer pero a un volumen bastante más brutal. A mí, con ella, por los nervios o por hacer el payaso, siempre me ocurría que me levantaba cuando decía que nos sentáramos y hacía igualito a la viceversa, con lo que a uno se le va modelando su forma de ser y de ser visto. O yo qué sé.
¿Mis profes? |
Al final la recluyeron a la loquita de la Badía, literalmente, aunque para ello tuviera que pelearse con todas las uñas del mundo con cinco de sus alumnas, más precisamente con las 5 a la vez. He de decir yo en su defensa que hubo una ocasión en la que me quité el sombrero. Llegó una nueva profesora de dibujo, gorda y de aspecto simiesco pero muy al tanto de las nuevas corrientes pedagógicas. Y no se le ocurrió otra cosa que organizar, para las fiestas del instituto, una exposición de caricaturas de los profesores. Hubo dos anginas de pecho y una enemistad creo que aún no resuelta. A la hermanita del cineasta Giménez Rico, que daba francés, le dio el papatús, la profesora innovadora y convocante destrozó con sus manos dos dibujos demasiado realistas que protagonizaba. Cuando llegaron al jardín de la entrada del instituto los ecos de la tormenta yo me puse en lo peor. Fue un exceso de confianza, una imprudencia o qué sé, pero a mí la Badía me parecía la persona creada por los dioses para que el mundo le hiciera caricaturas. Fui el único, con lo que imaginé que sus iras se iban a concentrar hasta niveles insoportables en mi persona. Pues qué va, vino a felicitarme y a decirme que me compraba el dibujito. Ya ves.
El coletazo final a esta manera tan tonta de que le cambie a uno la vida ya para siempre vino en mi tercer (¡glasph!) COU. Me quedaban cuatro asignaturas. O tres y el inglés. Tenía, con todo, su mérito aquello ya que "viviendo de las rentas", me pasaba que después de asistir al viaje de fin de curso por dos años (ay, papás, si me estáis oyendo, ¡cuánta imprudente paciencia!), dos viajes que tuvieron por destino nuestras más perjudicadas hormonas, bien en Benalmádena, bien en algún can de Mallorca, decía que me pasaba que no aparecía más por clase. Y nada tendría aquello de extraño si no ocurriese que, por alguna pedagógica pero extraña organización de año escolar, el viaje de FIN de curso tenía lugar en las vacaciones de semana santa. Y aún así, solo tres (y el inglés).
Lo hice, ese tercer año, por nocturno y me acuerdo que Tobi estaba también por allí. Las otras tres asignaturas las superé brillantemente, bien fuese por mi natural destreza o porque el nivel de exigencia del nocturno bajaba considerablemente. Ya en febrero todo hacía presagiar que el único escollo que superar en aquella crucial batalla era la lengua inglesa. Lleno de arrestos fui a la profesora de entonces, de la que solo recuerdo su menguado tamaño y una gafotas enormes de chica triste. Le expuse mi situación con crueldad, no olvidé mencionarle eso que llamamos futuro y la ya para entonces agotada paciencia de mis padres. Detrás de aquellas gafotas vi a la chica emocionarse. Además, me aseguró, nunca en la enseñanza española, desde su creación, a nadie le habían hecho repetir únicamente por la lengua extranjera.
Como te digo, igual pequé de excesiva confianza. Quizá lo adecuado hubiese sido asistir impertérrito a sus clases y dejarme llevar así hasta junio. Pero es que la vi tan convencida que no volví a aparecer por clase.
Mí único y ridículo consuelo es que ese año fuimos dos los primeros en no poder pasar a la universidad por culpa del inglés.
Mecachis.
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