viernes, 8 de febrero de 2013

Tendríamos que ser gigantes (I)

   Esta mañana en el Alcampo me he encontrado con más conocidos de lo habitual. He ido más tarde de lo que suelo, no más de media hora. Pero ese pequeño desajuste, en mi cuadriculez, me provoca una aceleración involuntaria de los bioritmos. Doy asquito. Soy un completo autómata. En esto de hacer la compra se nota perfecto. Es paradigmático, que diría aquel. 

   Aparcar el coche. Siempre en la misma zona. Dentro de ella, dos o tres plazas predilectas. Plan B para días alborotados. Subir las escaleras mecánicas desliando el cable de los auriculares del ipod. Comprobar que no me ha tocado nada a la primitiva y echar para el siguiente sorteo. Saludar desde la miopía a la dependienta del Movistar, que es vecinita del pueblo y no se puede creer que estoy para cumplir cincuenta años. Toma ya. 

Ay, las chicas.
    Coger carrito, nunca con una moneda de euro, siempre con una de 50 céntimos. El pan y los sobaos son lo primero y después a la zona de las verduras. Pimiento verde, italiano, tecla 28, pera conferencia, tecla 11. Así sábado sí y sábado también. Es un clásico igualmente encontrarme a medio recorrido con nuestro compañero Alfredo y su sonriente mujer. Parece tan buena gente como él. Gana quien dice antes "vais tardíos". 

   Conozco a todas las reponedoras. En algunas me fijo más que en otras. Con el fin de no olvidarme de nada de lo que llevo apuntado en un pósit, voy haciendo, entre las estanterías, eslalon, que según la RAE es un trazado con pasos obligatorios. Claro y escueto. Bromeo conmigo mismo, a veces, apostándome que podría hacer la compra con los ojos cerrados. 

   Aún me queda algún vestigio burgués porque me prohíbo entrar en las super-ofertas del Discount, incluso avizoro (que ya es palabra rara) a las personas que están allí, eligiendo sus productos, metidas en la zona naranja. Intento quizá encontrar en su miradas, en sus ropas, en sus gestos, alguna señal que las haga parecidas entre sí. Y distintas a mí. Rémoras clasistas, yo, a estas alturas. Para vomitar.

   También me suelo encontrar, cerca de la zona de las bebidas, al conductor que dicen estar liado con nuestra compañera de la primera planta. La verdad es que no me extraña, porque tiene un pico de oro. Una vez hasta intentó venderme una bici para Lucía y cuando le dije que venga, que sí, no sé qué odisea se inventó de que era segunda opción yo, que primero tenía que preguntarle a su mujer si la iban a querer unos sobrinos. Total que al final no me la vendió y quedó demostrado, una vez más, que hasta el más arrogante de los galanes es un patán y un bragazas. Lo que siempre es un consuelo.

   Pero me voy por peteneras.

   Cuando, pasillo arriba pasillo abajo, hago los giros más cercanos a la línea de cajeras, ya voy yo, todo nervioso, estirando el cuello. Sé que vas a pensar que son polladas mías pero con Sara, Sarita, hemos llegado a la fase en que gana quién antes ve al otro. Sara es mi cajera favorita, hasta unos niveles de no dormir y matar si fuera ello preciso. No deja de extrañarme que, aunque me acerco sigiloso por su espalda, siempre es ella la que se vuelve y me saluda a lo lejos, lo mismo a cinco o seis metros, levantando el brazo, muy torera. Lo achaco yo a que siendo ella trabajadora de esa empresa tendrá el concepto del lugar más interiorizado, con lo que su radio de visión será mucho más amplio que el mío. Lo que el doctor Samuelson llamaba las distancias subjetivas. Lo cual tampoco deja de ser curioso ya que dicho doctor era especialista en medicina interna. Ya ves qué cosas.

   Imaginarás que, a partir de ese instante, la compra se vuelva más grata, menos nerviosa. Me apaciguo. Ya no hay ansia. 

   Aunque... siempre hay algún aunque... Existe otro momento crucial, que alguna vez, al principio, me causó una gran desazón. Y no es otro este que cuando llega la hora de acercarse con el carrito bien cargado a mi caja preferida. Sara me vuelve a hacer así, con los ojos y con los dedos. Y justo es entonces cuando una compañera suya, cercana, me dice que pase por donde ella, que no tiene a nadie en la cola. Imagínate mi cara. Y encima delante de Sarita. Pero la experiencia es buena maestra para ir tirando por la vida y ya me atrevo a declinar sus amables ofrecimientos con una más amable pero enérgica negativa, que acompaño de explicación: ya que yo... en el fondo... voy al Alcampo solo a estar con mi Sara, que diga mi cajera. Debo de ser famoso ya entre todo el personal por mi estupidez. Como una que también suelo ver, que trabaja con nosotros y que almacena bolsas. Literalmente.
 
   Hoy no tocaba esta canción y mucho menos este grupo, al que prometo traer, y largo y tendido, próximamente. Pero no ha quedado más remedio. Se me ha hecho grande el gulliver, se ha puesto a darle al pico y no me va a quedar más remedio que dosificártelo en dos días, no te vayan a dar las pampurrias.



                                                                                      [. . . c o n t i n u a r á . . . ]


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