lunes, 4 de agosto de 2014

El kiosco de helados

   Desperezado por segunda vez en lo que llevamos de escasa mañana trascurrida,  dejé vagar mis pasos al mero azar, en la creencia de no tardar en encontrar una de las varias salidas que el jardín, sin duda, debía de tener. Noté una mayor afluencia de visitantes, quizá por la hora, mamás, mayormente, que empujaban sin esfuerzo carritos último modelo (o generación, yo ya no sé), donde cobijaban a sus recién engendrados del ambiente exterior.  La mayor parte iba en parejas. 




   A las afueras del parque, que ya se adivinaban por el ruido de los motores, la existencia de calles, edificios, en fin, del resto de la ciudad, me topé con un quiosco de helados y se me antojó tomarme uno.  Lo regentaba una muchacha que apenas habría traspasado la mayoría de edad. Era tan grande y extraña su belleza que costome decidirme en la elección de los sabores. A falta de otros clientes que atender, ella posó su sonrisa en mis dudas y esperó sin prisa. Era amplia la gama de gustos, vive dios, y abarcaba todas las especies de frutos tropicales y alguna más por mí desconocida. Me pareció complicado que la muchacha tuviese allí metidos aunque no más fuese uno de cada clase. Me acordé de mi madre y sus elogios a los beneficios del orden. 

   Le pedí uno de vainilla y chocolate, un pelo enfadado conmigo mismo ante la vulgaridad de mis gustos. No observé decepción en la chica, lo cual tenía su parte buena y su parte mala. O al menos podría tenerlas. Por lo que decidí sentarme en una de las mesas que rodeaban el kiosco, cubiertas por sombrillas, por ver si averiguaba qué parte de las dos pesaba más. 

La heladera, quizá un poco resfriada.








No hay comentarios:

Publicar un comentario