lunes, 11 de agosto de 2014

   
   Sentado en la terraza de la heladería, lamiendo con descuido el helado de cuyo sabor ya no recuerda el nombre, el enviado sigue pensando. Piensa en el trascurso del tiempo. Piensa tantas veces en ello que ya no sabe si piensa las mismas cosas cada vez, siendo éste material tan maleable y sustancioso. 

   Observa con pasión de voyeur a la chica de la barra servirles a una pareja de mocosos maleducados unos cucuruchos enormes, con una docena de bolas heladas cada uno, mientras la que parece su madre, embebida en la pantalla del móvil, ni dirige la mirada a la chavala, cuando le alarga displicente un billete recién salido de la fábrica. 

   Ciertas veces, al muchacho le parece ser capaz de parar el tiempo, de evitar que transcurra. Algo así como Regreso al futuro pero al revés, no sé si me entiendes.




   No, esta vez las cosas siguen su divagar. Las nubes, pese al escaso viento, se mueven por el cielo con dirección al Sur. Las pelotas del frío helado siguen posándose con celo de constructora de pirámides en el cono de  barquillo y no se quedan suspendidas y suspensas en la nada aérea. El mundo es mundo.    


(Continuará)





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