Como solemos hacer la gente de mar, elegí con puntilloso esmero el lugar donde repanchingarme. Las espaldas cubiertas de potenciales peligros y el mayor campo visual que el escenario permitiera. Así opté por un asiento con vistas tanto a la gente que por allí circulaba como a los que hacían descanso en el mostrador, donde reinaba (también al alcance de mi escrutinio) la niña de los helados.
En la mesa, un cenicero de vidrio y escasa capacidad, un florero de tarrina reciclada donde convivían con bastante armonía unas cuantas olorosas y una carta con todas las variedades de sorbetes, granizados y demás productos con que el franquiciero abastecía a la muchacha.
Tan a gusto me encontraba que me dio por volver a pensar.
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