martes, 5 de agosto de 2014

   Me senté en una mesa de la terraza de la heladería. 

   Como solemos hacer la gente de mar, elegí con puntilloso esmero el lugar donde repanchingarme. Las espaldas cubiertas de potenciales peligros y el mayor campo visual que el escenario permitiera. Así opté por un asiento con vistas tanto a la gente que por allí circulaba como a los que hacían descanso en el mostrador, donde reinaba (también al alcance de mi escrutinio) la niña de los helados.  

   En la mesa, un cenicero de vidrio y escasa capacidad, un florero de tarrina reciclada donde convivían con bastante armonía unas cuantas olorosas y una carta con todas las variedades de sorbetes, granizados y demás productos con que el franquiciero abastecía a la muchacha.

   Tan a gusto me encontraba que me dio por volver a pensar.   










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