Y así ha llegado al convencimiento, vete tú a saber por qué vericuetos, con qué madeja de razones enmarañadas, de que las cigüeñas cada vez emigran menos. Y que solo lo hacen los individuos más jóvenes, por llevarlo aún grabado en los genes o por su carácter de natural aventurero. Quizá sean los ejemplares de mayor edad y menor brío los que les convenzan de las bondades de dichos desplazamientos, quedándose así aquellos con mayor porción de alimento per cápita para el invierno, en esa dura lucha por la vida que es, en el fondo, este valle de lágrimas.
Y así que se ha fijado el muchacho cuando regresan los migrantes, solo huesos y plumas, por la dureza del trayecto; no son más que pellejo y ansiedad en la mirada, de querer ya llegar. Y también se ha fijado en las ancianas, repantingadas en los nidos, plumón de invierno todavía (calentito), una sonrisa socarrona en el pico y hasta con un poco de barriguita en la silueta que se entrecorta contra el cielo.
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