Con el paseo hasta el convento de san Pablo, la ceguedad que la visión de la fachada le había producido en el cerebro y los vericuetos por los que su razón se había intrincado en consecuencia, al Marino se le pasó la tarde pitando. Ya casi se olvidaba de su cita.
Podría decirse que los nervios carcomían su ánimo; podría decirse, al menos, que la curiosidad le picoteaba en la boca del estómago. Pero ni una cosa ni la otra. Bien se debiese a la actitud condescendiente con la que, por aquellas épocas, se iba tomando la vida, bien fuese (con mayor probabilidad) por el hecho de conocer a Arturo y presentir que aquello solo se trataría de un arturada más. Una más de tantas.
Había quedado con él en un bar que ocupaba una esquina de la plaza de la Cruz Verde. Sitio de estudiantes que allí estudiaban, jugaban a juegos de mesa o arreglaban (a su manera) el mundo. El nombre del local habría de saberme, por ser muchas las veces que allí había estado pero, chico, qué quieres, no me viene ahora. Recuerdo casi más la música que allí ponían. Que bien pudiera ser esta.
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