Nada más dejar atrás el que llaman Arrecife Sarraceno, el cielo se pone de un azul subido y gana en profundidad. El horizonte se curva como la frente de un sabio. Y el termómetro sube una o dos rayas.
Le da igual, entonces, a la marinería, que en la bodega escaseen las patatas y que ya hace tiempo hubiesen dado cuenta de las carnes en aceite. Comen lo que haya, con igual apetito pero mejor humor. Y de aguardientes el acopio es aún abundante.
Para eso sí que son exigentes. Los hermanos de las Antillas lo prefieren de café, no por ser grano de sus selvas sino porque les pegó la costumbre un cocinero que tuvimos, ya hace tiempo, nacido en Cambados. "Licor café, licor café", piden al encargado de las sobremesas, con ese acento primitivo y profundo. La mayoría se decanta por el orujo de varias hierbas, el más potente de nariz y dulce en boca. Más dulce aún que los de guindas o de cerezas, más que el de endrinas, también muy solicitado. Del blanco, de puro rampojo, solo tomamos Andrew, al que llaman Barbarrubia, y yo. Hace ya mucho que la barba se la afeitó pero siguen llamándole así, por la costumbre. Él es el que se encarga de traerlo en cada viaje. Como estos suelen ser largos, da gloria verle llegar silbando, haciendo rodar una barrica bordelesa y cómo la sube sin gran esfuerzo por la pasarela de babor.
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