Meaba. Estaba meando. El calibre del chorro y la fuerza eran los habituales. Como, al parecer, los aseos eran de esos que últimamente ponen en lugares que de mayores quieren ser elegantes o al menos distinguidos, justo encima del sanitario habían pegado de mala manera (con silicona, creo) un cristal alargado y con descascarillas. Ante semejante porvenir, siempre opto por la mueca. Me tiro besitos, cruzo los ojos, gilipolladas de esas. Una vez transcurrido el tiempo habitual e incluso una porción de tiempo más, veo que no se dan los indicios habituales de que se acabe la acción: Dos chorretes con más fuerza. Espacio. Otro también brioso y de intención terminante. Nada de eso. Sigo meando. Sigue saliendo un chorro continuo, no digo yo que torrencial pero tampoco que exánime. Miro hacia ambos lados, por si algún testigo hubiese de lo inusuado . Habito yo solo, por lo que se ve, en ese cuento.
En un festín de triste alarde, los diseñadores del local habían surtido bien el habitáculo de reflejos y otros efectos especiales. Y, así, toda la pared que a la derecha se me aparecía, haciendo escuadra perfecta con los mingitorios, la habían recubierto también de espejos. Como idéntico procedimiento habían utilizado con la pared contraria, que estaba justo enfrente y que a mi izquierda aparecía, por el efecto llamado Doppler (¿o era otro, el efecto?) se multiplicaba el rebote hasta el infinito, haciendo de mi visión una eterna sucesión de urinarios en los que, de tanto en tanto, aparecía yo, bien mirando hacia un lado, bien hacia el contrario. Entrecerré los ojos, por fijar el encuadre en las primeras posiciones, más nítidas y cercanas. Una vez hube eso conseguido, llegué a discriminar mi primera silueta, que se encontraba de mí apenas a unos pasos y que meaba en mi misma postura pero en la posición justo contraria. Le miré a mi reflejo y, no es de extrañar, él me miró a mí. Lo raro era que tanto él como servidor seguíamos lanzando contra las lozas respectivas un chorro no exorbitante pero sí continuo y cadencioso, de alegre timbre. Es momento en el que concentras tu percepción solo en un estímulo, desechando, por secundarios, los otros muchos del resto. Yo me miro y soy mirado por mí, por si hiciese falta concretar dichos extremos. La cuestión es que tanto allí como aquí el chorrete sigue manando sin darse la más mínima importancia. Cuento hasta diez en sentido descendente (es extraño ya que no suelo hacerlo) y vuelvo a la escena. Nada parece haber cambiado. O sí. Si avezo el sentido, compruebo, con bastante sorpresa, que el tamaño de mi panza empieza a declinar al son del líquido que voy expulsando.
Y así rato y rato, hasta que los mil Gulliveres que pueblan el lugar adquieren (todos) una figura apolínea, digna de los clásicostiempos.
Pese a que el resultado es apetecible, no me preguntes porqué, encuadro este sueño en el cajón de las pesadillas.
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