jueves, 9 de octubre de 2014

   Y así fue que vi entrar al Chogui, cogido del brazo por su señora, en la sala de aquel velatorio. 

   En todos estos años, no menos de treinta, le habría visto en total una docena de veces. Casi siempre cruzándonos en el barrio de nuestros padres y de nuestra infancia. No me preguntes el motivo pero ni nos saludábamos. No soltábamos ni tan siquiera un hasta luego. Cosas de la tonta juventud y del paso del tiempo. Qué se yo.




   Y así fue que estaba yo sentadito en el sofá y Samuel, a mi lado, en la sillita. Y llegó la pareja hasta nosotros y Samuel se levantó y recibió tremendo y alargado abrazo. Abrazo prieto y mudo. Y cuando se separaron , el Chogui le miró con estos ojazos negros y siguió sin decir nada. Ojazos grandes como todo él, negros y llenitos de lágrimas. Luego, sin decir nada, negó con la cabeza y se salió un poco precipitadamente de la sala. Su mujer, que de algo me sonaba, se quedó allí hablando con Samuel. 



   Con la periodicidad que marca la adicción, salí al exterior a fumarme un cigarro. Ya estaba anocheciendo (tempus fugit) y saludé a algún amigo común más, que llegaba en ese momento.

   Al volver a entrar vi a la pareja en el pasillo, apoyados en la pared forrada de madera. Estaban solos. Creí buena la ocasión de acercarme y presentarme. 






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