viernes, 3 de octubre de 2014

Samuel estaba jodido

   Lo que más me preocupó fue que mi amigo llegaba unas gafas de sol, oscuras y, parecían, incrustadas en su rostro. No se las quitó en los dos días siguientes. Yo, al menos, no vi que se las quitara.

   Estuvimos un rato abrazados mientras le iba diciendo al oído palabras no ensayadas. Palabras gordas y a la vez fofas. Palabras tontas que espero ya no recuerde.

   Me dijo que estaba muy cansado. 

   Se sentó en la silla y yo en un sofá que había al lado. Nos quedamos así un ratito, sin decir nada. Luego hablamos otro poco, pero como que no estuviésemos allí. Como que su madre difunta no estuviese allí al lado.

   No tardaron en llegar más conocidos a los que debía recibir, de los que sentirse abrazado. Sí, más palabras gordas y en esa situación tontas o al menos inútiles.   

   Quizá en algún momento le solté la perorata de la necesidad del tiempo de duelo, de lo apropiado aunque no pareciese. Espero que eso tampoco lo recuerde.

   Llegaron más amigos y decidí quedarme allí al lado, con intención de invisibilidad. Quedarme allí solo para cuando se sintiese cansado y se sentase y no hubiese nada que decir. 

   Los amigos llegaban. A algunos ya les conocía pero en ese momento nos saludábamos con apenas un alzar de ojos y de dedos, un segundo. 

   A otros no les conocía de nada. 




   Y allí es que empezó el Marino a pensar.







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