miércoles, 1 de octubre de 2014

Tanatorio

   Son lugares, los tanatorios, que hasta ecosistemas no paran. Basta con acercarse a la puerta para que el estómago lo note. Yo sobre todo lo noto en el estómago y también en la vesícula, aunque eso no sé explicarlo. 

   No es el hecho de dudar de tu capacidad para comportarte. No, no es eso. No es el apoderarse de ti los recuerdos. Eso tampoco. Ni son los materiales ni su conformación aséptica. Ingrávida y a la vez rotunda, hincada en la tierra redentora. 

   No es esa disposición de salas y más salas, todas parecidas, ninguna igual. 

   Ahora los tanatorios tampoco huelen. No huelen a nada. Y tienen una temperatura regulable, aunque los asistentes siempre tengan frío o calor, depende de la estación y de la afinidad con el finado, que enfría o calienta, esa afinidad, no sé, ya me entiendes. 

   No es el no saber qué cara poner. Yo no pongo ninguna cara, lo que a veces puede contrariar al convocante. Al convocante (la experiencia me dice) le suele dar todo igual. Le van llegando conocidos que no saben qué cara poner pero a él le da igual. Besa o se deja besar. Abraza o se deja abrazar. 

   Tampoco es la omnipotente presencia del finado, más muerto que muerto pero que impregna su presencia de una manera que solo puede ser involuntaria, pero allí está él, a unos metros escasos, tras el cristal, ausente y a la vez convocante.  No deja de ser el protagonista de la cuestión, si nos paramos a pensarlo.

   Allí está el finado y sus más próximos están cerca. Como guardia pretoriana o como María Magdalena. Como bobos. Tocados o hundidos por el dolor.




   





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