miércoles, 8 de octubre de 2014

   Intento recordar. A aquel amigo le trajo él. Era un tipo grande, con voz ronca (para aquellos años), tez morena (oscura), labios carnosos, nariz chata, mejor dicho achatada, amplia, ancha. Barba cerrada aún de recién afeitado. Nadie sabía qué pintaba allí. 

   Enseguida, los más certeros y atinados le pusieron mote. Que no sería capaz de repetir aquí si todo no hubiese tomado ese cariz de corazón abierto y entregado.

   Sí. Le llamábamos Chogui. Evidentemente, venía el apodo del Choguila Maguila, el de los dibujos de Hanna Barbera. Era clavado, dios me perdone. 

   Por dentro y por fuera era clavado a ese dibu con esas características tan marcadas. Le trajo Samuel y no sabíamos qué hacer con él. Severo, serio, un poco más. No entraba en las conversaciones, que de aquellas trataban de las chicas que iban a venir al chamizo esa tarde, de las estrategias y de las estratagemas. Era lo que ahora llaman un "margi". Un marciano.

   Pasó el tiempo, que eso es lo que suele pasar. Cada vez nos volvimos todos más sibaritas o al menos más refinos en las opciones. Y, francamente, allí, el Chogui, no pintaba nada.

   Yo no me acuerdo cuando se produjo su retirada, su ausencia. Seguro que se dio cuenta de que allí, francamente, pintaba poco. Dejó de estar y no sé los demás, pero yo como que le eché poco de menos.

   Se daba, por arte de la casualidad, el hecho de que vivía justo en el portal de enfrente del de casa de mis padres. Pero en los años salvajes eso no era determinante.




   

   






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