No es que su sustancia, lo más profundo y duradero, se le fuese desdibujando. Todo lo contrario. Eso persistía en su manera de ser. Mas esos cachos de existencia, que me imaginaba o no llegaba a imaginarme, iban adornando su vida, haciendo del conjunto algo así como un patchwork acogedor.
Aunque, claro, en ese momento el que necesitaba que los demás fuésemos acogedores era él.
Y allí estaba yo, a su lado, invisible para el resto. Y cuando, escasas veces, no estaba hablando con nadie, se sentaba en la sillita y allí que me tenía.
Eso de las piezas del puzzle que tanto me estaban haciendo pensar se me fue al garete cuando llegó un amigo común de la primera infancia. De la primerísima infancia.
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