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No sé qué parte de culpa tendríamos nosotros en ello, pero nos llegaban unos compañeros de piso de lo más peculiar. O quizá ocurra que el mundo sea así de variado y nada más nos tocara la parte de raros que nos merecíamos.
Huido Juan Carlos, en la más amplia acepción del término (se fue sin dejar señas), no tardó en llegarnos sustituto.
Este vino de la mano de Pepe, que vete a saber dónde se lo habría encontrado. Pepe tenía algo así como una vida paralela, por mor de su compañera sentimental, camarera de La Escuela y referente de la modernez en esa provinciana ciudad. No sé si Lina tendría algo que ver en el nuevo fichaje. Tampoco me extrañaría.
Juan Luis. Un poco más bajo que la media y una miaja bizco pero con unas ínfulas de estrella del recopetín. Impecablemente vestido, trajes en su mayoría azules y grises pero de muy buen corte. Indefectiblemente camisa blanca, o de colores tan suaves que se hacían casi invisibles. Tenía cientos de camisas. Y al menos docena y media de pares de zapatos castellanos, en todas sus posibilidades. Los jueves, a la noche, se los acarreaba todos al salón para una profunda limpieza que a mí se me hacía de cualquier modo innecesaria. En cada zapato, un muelle de esos que los estiran por que no se apayasen. De al menos cinco duchas diarias, pasó nuestra casa a oler como en la casa madre de Varón Dandy, pero con mayor intensidad.
El día de su advenimiento todo fueron idas y venidas, de JL y Pepe, nerviosas y para mí incomprensibles. Quizá si mi espíritu fuese más despierto, tendría que haberme olido mal que su tele llegase desencajada, talmente como que acabasen de lanzarla escaleras abajo, como así parece ser que había ocurrido. Lo de la bolsa de basura tamaño XL, repleta de camisas claras, también me debiera haber hecho sospechar, aunque esta vez hubiera errado ya que se trataba de la colada que, semanal e impepinablemente, JL llevaba a su mami, único ser en el mundo en darle un acabado a la plancha del gusto del muchachito. En fin, que iba de galán, empresario y rutilante estrella de la TV local. Para morirse.
Te preguntarás, quizá, a dónde iban dirigidas tantas energías y tanta profesionalidad en su mundo laboral. Yo nunca lo supe muy bien y creo que él tampoco. Lo mismo organizaba eventos que se dedicaba a la compraventa de los artículos más insospechados que hacía de teletienda. Todo era purito marketing cuando igual no se conocía la palabra. Un ejemplo, que a mí se me hace surrealista. Se mandaba paquetes él mismo, pero en vez de poner su domicilio fiscal, los mandaba al bar más próximo. Antes de que pasase el cartero, ya se había encargado de mandar a una de sus secretarias (imagínate cómo eran sus secretarias) a preguntar si había llegado un paquete para JL. El camarero ignoraba quién era semejante señor a lo que la mandada respondía con casi un infarto. "¡¿Qué no conoces a JL?!", preguntaba tirándose de los pelos. Y entonces la aleccionada muchacha dibujaba un semblante de su amo como una mezcla de Apolo, Brad Pitt y Georges Soros, multiplicado por cuatro. Yo fui testigo de ello, en una ocasión, y fue para vomitar. Los dueños del local eran amigos, así que , una vez había pasado el cartero, cuando llegaba otra de sus secretarias (de igual diseño que la anterior), el descojono de la clientela era mayúsculo. Pero JL tan encantado con sus estrategias.
También llevaba JL una galería de modelos, o algo por el estilo, con lo que empezó a llenársenos la casa de unas chicas altas, rubias y esplendorosas, con nombres como Selena, Bruma, Jenny, que, debidamente aleccionadas, se dedicaban a soltar alaridos gran parte de la noche, a mayor gloria del impresentable de su jefe. Luego, cuando me cogieron confianza, un par de ellas confesó que el grado de impotencia de su jefe, si no absoluto, era bastante lamentable.
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