Cuando le conocimos tenía dieciséis años, por lo que casi le doblábamos en edad, pero se gastaba una envergadura que superaba con creces la nuestra. Ya no nos sorprende que fuese camarero de La Escuela, ¿no?
Huérfano de padre, o quizá fuese de padre desconocido por el emperramiento de su madre en no soltar prenda, o por cualquier otro motivo que la mujer tuviese. Pero esa no era ni de lejos su mayor preocupación. Lo que peor llevaba era que su madre, esa madre que tan bien sabía guardar secretos y que tendría solo un par de años más que nosotros, tuviese una (¿como llamarlo?) fascinación desmedida por los porros. Y aquello a LA le tenía frito. Sobrepasaba con mucho la afición que a esa sustancia profesábamos el resto de los mortales. Era, sí, casi una religión. Y yo creo que esa era la parte que se le atragantaba al chaval. Y lo peor de todo era que todos los años, uno tras otro, para su cumpleaños, le preparaba una fiesta sorpresa, con todos sus amiguitos y sus amiguitas, por allí fumados, y encantados con la anfitriona. Un poema.
LA estuvo poco tiempo en casa y quizá por ello no entraba en los planes del Marino incluirlo en sus crónicas. Pero ha cambiado de opinión o simplemente se ha acordado a deshora del chaval. Guarda Gulliver mejores recuerdos de aquella breve convivencia aunque también hay que reconocer que en contrapago se expuso a mayores peligros, gratuitamente.
Y es que el muchacho pronto fue adoptado como mascota por el lobby de los camareros de noche. Nunca tuvieron una mascota tan grande y con mejores hechuras. Nosotros pasamos a ser algo así como sus tíos carnales y, en consecuencia, nos trataban muy bien en todos los sitios. Pero ello conllevaba las desventajas que en el gulli de mañana te contaré, que, te lo digo con franqueza y con cariño, me ha pillado el torito hoy.
Eso sí, he de encontrar, rápido, rápido, no una sino dos canciones, por la que se me olvidó poner ayer.
Decidido. Son dos versiones de dos clásicos.
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